La Pascua inaugura un tiempo de gozo, porque Jesucristo ha resucitado como primicia de la resurrección que nos espera a todos.
Nuestra fe en Cristo resucitado es obra del mismo espíritu de Cristo que, como Dios que es, habita en nuestro corazón y nos urge a llevar una vida de entrega sin descanso para transformar el mundo. La esperanza no permite que nos mantengamos tranquilos y satisfechos con las conquistas conseguidas en este mundo y tampoco permite que aceptemos como absoluto nada fuera de Dios.
Hay un estilo de vida cristiana que indica si creemos de verdad en la resurrección: es el amor que resume todo el espíritu de la fe. San Agustín decía “Ama y haz lo que quieras”. Pero el amor tiene que manifestarse en las obras. Ama el que guarda en la vida ordinaria la Palabra de Dios, sirviendo a los demás hasta entregar la vida. La vida pascual exige además ser dóciles al Espíritu que nos da la sabiduría del conocimiento de Dios y poder discernir el sentido de los acontecimientos.
Cristo, el Resucitado, está entre nosotros, nos acompaña en la marcha de la historia. Y está presente en la comunidad de los creyentes, en la Palabra de Dios, en el servicio fraternal, en todos los sacramentos sobre todo en el de la eucaristía, y también se identifica con los más pobres. Pero hay que tener los ojos del corazón inundados de la luz de la resurrección para poder detectar esta presencia. Las personas somos la imagen de Dios que nos ayuda a ejercer la misericordia y la Pascua es una invitación a buscar al Resucitado para recorrer con Él el camino de esa misericordia.