En el último domingo del año litúrgico, celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo.
Jesús, nacido para ser ungido rey. Venido al mundo para presentarse ante los pueblos mostrando las grandes galas de su reinado: la humillación pública del inocente detenido, juzgado y sentenciado; la conmoción de su sacrificio cruento para purgar en él nuestras culpas; la radiante iluminación de ser resucitado y mostrarnos en él el camino al reino de vida.
De verdad que no se concibe un reino así en esta tierra: un reino que no se imponga por la fuerza ni que se defienda con ella. No hubo lujo ni riquezas en la corte de Jesús. Ni palacios. Pero este es nuestro Rey, el que nos muestra el verdadero rostro del Padre, el Dios de la vida.
Nuestro Rey, Jesucristo, no destruye la vida, ni sus verdaderos seguidores lo hacen en su nombre. Nuestro Rey, Jesús de Nazaret, da la vida por nosotros y nos encamina por la ruta del amor, la paz, la solidaridad, la tolerancia y la entrega. En su nombre, el de nuestro Dios, lloramos el dolor de aquellos que sufren las consecuencias de la violencia generada en nombre de no sabemos qué dios.