El cristiano se compadece de toda miseria humana; pone su confianza no en lo que posee, sino en Dios, a quien reza todos los días; su oración es principalmente de alabanza, de acción de gracias, de petición de ayuda y de perdón; asume las pruebas y contrariedades de la vida y lucha para superarlas; es responsable y honrado en los deberes del propio estado y de su trabajo; comparte en caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de todos los hombres y mujeres; practica la misericordia como una manera de ser y está alegre cuando sirve; también practica el mandamiento nuevo de Jesús “amaos los unos a los otros como yo os he amado” y las bienaventuranzas.
Asume con alegría las consecuencias de seguir a Jesús y no se avergüenza de hablar de Él ni de ser su testigo; vive y celebra su fe en una comunidad cristiana donde se forma y colabora transmitiendo gozo y alegría; trabaja por derribar la explotación del hombre por el hombre y la corrupción; lucha a favor de la vida desde su inicio hasta su final y está en contra de cualquier forma de muerte provocada; es un buen ciudadano, se preocupa de las cosas comunes y siempre piensa en el bien común.
Un cristiano practica la moral del Samaritano, el cual ayuda con lo que tiene a mano: tiempo, vino, cabalgadura y dinero, aun con cierto riesgo para su vida; se alegra con la manifestación de Dios hecha por Jesús en la parábola del Hijo Pródigo, de un Dios que ama al hijo alejado, lo espera, se lo come e besos cuando vuelve a casa, le viste, le calza, le devuelve la dignidad y la categoría de hijo, y celebra una gran fiesta por la vuelta del que se alejó de la casa paterna; reza muchas veces el Padrenuestro (“hágase tu voluntad…”) para ponerse en las manos de Dios; y finalmente, el cristiano tiene por Dios al Padre del Hijo Pródigo, por código moral al Samaritano y su oración es el Padrenuestro.