Para abrirse a Dios en la oración es necesario reconocer en nosotros su presencia la cual reclama nuestra libertad, despierta en nosotros la confianza y nos invita a adherirnos a Él. Lo importante no es el razonamiento o la explicación, sino el reconocimiento y la acogida. Lo importante es aceptar a Dios como raíz y sentido de nuestra existencia.
Cuando la persona ha vivido mucho tiempo alejada de Dios y su presencia parece haberse apagado para siempre, la visita de Dios puede producirse de forma muy tenue y débil, pero muy real. Incluso cuando la palabra “Dios” ya no dice apenas nada a la persona, porque se ha hecho irreconocible o poco significativa, Dios puede hacerse presente en el corazón humano. Y no solo eso, sino que de hecho ya lo está “más adentro de nosotros que nosotros mismos”, como enseña San Agustín.
La presencia de Dios exige escuchar a Alguien que viene de más allá que nosotros mismos, que nos rebasa, que nos trasciende, que supera nuestros deseos y que desborda nuestros planteamientos. Podemos acogerlo o rechazarlo. Podemos dejarlo resbalar una vez más o abrirnos a Él. La acogida se concreta en retirar obstáculos, resistencias o miedos. Pero hagamos lo que hagamos, Él siempre estará dentro de nosotros.
“En todos los lugares existen personas con una sencillez alegre capaz de embellecer el mundo, sería bueno aprender de ellos” (José Chamorro)