Es necesario que la comunidad cristiana sea el verdadero sujeto eclesial de la caridad y que toda ella, no solo unos pocos, se sienta implicada en el servicio a los pobres, en los retos que plantean la exclusión y la pobreza, en la construcción de un mundo más fraterno, justo y humano.
Llamados a ser transparencia del rostro misericordioso de Dios, llamados a cuidar toda fragilidad, junto al compromiso social, hemos de avanzar en nuestro testimonio de sencillez y pobreza evangélica personal e institucional.
Sin descuidar lo anterior, éste es ahora el acento en el que debemos trabajar e insistir en nuestra Diócesis y cada una de sus comunidades: una Iglesia pobre, humilde, servidora, austera, sin privilegios ni ostentaciones, ni siquiera en la liturgia; en definitiva, libre.
Paradójicamente, hay una sensación generalizada de que la Iglesia es rica y sabemos que no es así, pero, a veces, con nuestras formas y actitudes podemos potenciarla.
Lo mejor para Dios no tiene por qué coincidir con lo más caro, sino con la entrega de la propia vida. El Concilio nos invita a despojarnos de todo aquello, aunque haya sido legítimamente adquirido, que oscurezca la pureza del testimonio evangélico (GS 76).
La conversión pastoral, también personal y comunitaria, pasa por la conversión a los pobres y a la «hermana pobreza».