Este tiempo de gracia que nos toca vivir, como resultado de la Encarnación del Hijo de Dios entre nosotros, no ha sido fortuito. Ha sido posible gracias al sabio corazón de una mujer que ha conjugado las urgencias de su pueblo con las expectativas de la humanidad. Y así ha nacido una gran esperanza que se renueva y florece en cada generación que intenta convertir nuestra historia de violencia y de muerte en una historia de gracia y salvación. Una gran esperanza nacida en la experiencia cotidiana, cocida en el fogón de la paciencia y condimentada en el amor de cada día.
Al lado de esta esperanza está la alegría paciente de la Madre del Señor. Ella meditaba el significado de todas las maravillas que acompañaban la manifestación de su Hijo ante la humanidad. Esta misma sabia actitud, en la que se mezclan la mirada comprensiva y la serena meditación, será una de las constantes con la que el Evangelio nos presenta a María hasta desembocar en los Hechos de los Apóstoles, donde encabeza el grupo de los discípulos que inauguran, con la irrupción del Espíritu Santo, la nueva era de la humanidad.