Son tantas las veces que oímos la palabra “solidaridad” en boca de políticos, periodistas o predicadores y son tantas las noticias sobre actuaciones de las ONGS, que terminamos por convencernos de que la humanidad se ha transformado y de que los males y las penas que nos afligen van camino de ser solucionados, gracias al gran sentido de responsabilidad fraterna que “el mundo”, esa especie de ser abstracto, ha desarrollado.
Pero no nos llamemos a engaño. Cada uno de nosotros ocultamos en nuestro interior “el brujo” que, si lo dejaran libre eliminaría, encantado, al vecino que le estorba o que le dificulta el paso. Y esto lo haríamos por necesidad de asegurar nuestra propia identidad frente a cualquier elemento que la pueda perturbar.
Enseguida inventamos los términos de incompatibilidad, pureza de raza o etnia, conservación de valores, defensa del patrimonio cultural o religioso, incapacidad de entendimiento, etc.. Mil modos y maneras de pretender que nos dejen en paz con lo nuestro, con lo de toda la vida, con la seguridad de lo conocido, con la tranquilidad de nuestra situación económica, laboral y social.
Estemos siempre vigilantes, porque “solidaridad” significa ver en el otro, en el más pobre, necesitado y diferente a nuestro propio hermano. Y en él está el rostro de Dios. Y si despreciamos el rostro de Dios, despreciamos a Dios.